Amanecí en Brooklyn. Normalmente es motivo de una felicidad descontrolada pero esta vez todo es ambigüo porque se murió mi persona. Puta madre, en fin. Llegué en la noche, salí a comerme un pedazo de pizza en la acera. Este lugar caótico siempre ha parecido que está al borde del fin del mundo, como si todos los insensatos del mundo se hubieran puesto de acuerdo para encontrarse aquí, y por lo tanto es mi lugar favorito en todo el planeta.

No tengo plan para hoy, lo cuál quiere decir que voy a andar por ahí como homeless con un abrigo demasiado grande, deambulando por el parque con mi libreta de hacer dibujitos pésimos. Es otoño como en las películas: hace sol pero también viento y todas las hojas se cayeron a la vez el fin de semana pasado. Tal vez la biblioteca, ahí a los homeless los dejan estar.

Me pusiste a pensar con eso de la cantada de cumpleaños y me transporté a una vez que estuve en Guatemala mientras Mario estudiaba ahí, parte de su postgrado, y me invitó a la celebración de cumpleaños de una desconocida en un restaurante de cadena en una especie de mall de zona 10. Todo estaba normal hasta que llegó la hora de cantar cumpleaños, que fue es-pec-ta-cu-lar, tipo gente subida en las sillas. Un entusiasmo no de esos comprados al personal del restaurante, si no genuino y de calidad, el que solo puede ser proporcionado por un grupo de estudiantes latinoamericanos que se van a emborrachar.

A Miguel le cayó un cuchillo en el dedo del pié y se cortó la madre. Ahí está leyendo, pata para arriba, sin poder hacer ejercicio. Qué dichoso. Besos.