Hoy estoy furiosa y nada en la vida me ha preparado para la furia. A mi como a todas las mujeres me han tratado de vender toda la vida que la furia no es una emoción útil y que su inmediata hermana, la violencia, no resuelve nada. Pues ya veremos.
Para cambiar de ambiente vengo a sentar a media tarde al café maloliente que ha sido la guarida de la izquierda vieja en este barrio. Suena salsa cubana. El dueño es un libanés que no ha sonreído en 50 años. Hay posters del che guevara y de campañas pro-palestina que reflejan la durísima longitud del conflicto. Hace 15 años cuando vine por primera vez todavía estaba lleno de viejos comunistas, chilenos y mexicanos, que se la pasaban hablando de marxismo. Hay un rotulito escrito a mano que dice “prohibido jugar cartas en el café”, lo que llaman environmental storytelling. Ahora no hay nadie más que yo escribiéndote esto y la verdad me dan ganas de venir todos los días a saludar al libanés cascarrabias. Es posible que me haya convertido yo en la vieja anarquista en cuestión.
Desde la ventana veo como una mujer se pelea con otra en la placita afuera de la estación del metro, y le tira un par de botas de esas de peluche. Lo único que han logrado es que venga la policía a meter el carro a una zona peatonal, como si estuvieran a punto de enfrentarse a una pandilla cinematográfica. Los vendedores ambulantes se dispersan como palomas espantadas por un perro. La furia de las mujeres tiene efectos de cascada.