Hoy tenía que ir temprano al dentista. Temprano para mí son las diez de la mañana. Me gusta ir sólo porque me obliga a ir al centro financiero de la ciudad, donde están la mitad de los edificios vacíos y abandonados. Tristemente no es por el espectro que visita Europa, si no por que después de la pandemia la gente se dio cuenta de que estaba aquí de tonta, pagando parqueos carísimos y frotándose con las masas en el tren, pagando veinte dólares por el almuerzo, muertos de frío a la sombra de los edificios, algunos torcidos. Las calles quedaron desiertas, las tiendas apenas decorativas no venden nada. En fin, nadie regresó. Solo los dentistas.
Para seguirte la corriente decidí leer alguito de filosofía, pero no llegué demasiado lejos. Me encanta Donna Haraway pero ahorita no puedo con tanto. Estaba en mi lista de la biblioteca un libro que se llama The right to Oblivion, de Lowry Pressly y es sobre privacidad. Debí elegir quizás otro, este se acerca sospechosamente al trabajo. Me leí la introducción y me gustó la idea principal: hay áreas de la vida donde la privacidad no es sólo no compartir la información, si no también no generarla nunca. No examinar esas partes, dejarlas en la oscuridad. Creo que lo seguiré leyendo pero despacito, no tengo tu resistencia.
Mi dentista de muchos años estaba adorablemente loca, y era de Irán. El año pasado se retiró así que me tocaba conocer a una nueva dentista, que parece estar mucho menos loca. Es Cubana. Parece que este es consultorio de la disidencia. En fin, la dentista muy buena gente estaba feliz de saber que yo soy de Costa Rica. Cuando ella salió de Cuba cayó en San José primero, se quedó nueve meses, en los años noventa. Dice que la gente la trató muy bien, que su jefe la invitaba a la casa los fines de semana porque ella era tan pobre que no tenía qué comer. Te juro que yo no pregunté nada, tenía la boca llena de instrumentos, es la gente la que me cuenta cosas.