chicharra

Hace un par de días estoy en Guanacaste con la familia. Qué calor del carajo. No sé si es el cambio climático, o la perimenopausia, o ambas catástrofes. A esta casa cerrada con rejas azules medio carcelarias hemos venido mucho Luis y yo, en momentos festivos de la vida donde había luces de bengala, fogatas, chicas tirándose a la piscina. Hemos fumado en la noche oyendo a las chicharras. Ahora mismo canta una chicharra mayor, más grave que las demás y con más autoridad, que hace que las demás paren a escuchar.

Bajo el sol encandilante del Pacífico hemos levantado un pequeño campamento playero con sillas, hamaca, mesita plegable y hielera. Llegamos temprano y eso nos da acceso al lugar perfecto entre los árboles, frente al mar ancho y azul. Esta es una playa remota donde no hay conexión a internet móvil y solo eso ya hace una segmentación importante entre quienes quieren y no quieren estar aquí. Además es una playa donde no vienen gringos porque no hay bar, no hay hotel, no hay pueblo, no hay nada más o menos a cuarenta y cinco minutos a la redonda, más que carreteras polvorientas. A mi no me gusta la playa en general, siempre tengo que hacer un esfuerzo sensorial importante. Desde que era niña debía usar una reserva de paciencia y resignación que tengo guardada para ocasiones como esta, en las que hay que sacrificar la individualidad por la felicidad en común. La marea sube y mientras tanto conversamos de las cosas que conversan las familias: las aventuras que tuvimos, la gente que conocimos, los que no están aquí, los que ya no van a volver. De vez en cuando me acerco al mar a mojarme los pies, pero no más que eso. Ya no estoy dispuesta a tanto.

Hoy mi madre, como hace todos los años, me ha informado que tengo un año menos de los que creo tener (tengo 46, no 47 como creía). Cada vez que me aclara las cuentas tomo la misma determinación: ahora que tengo un año extra de juventud pienso desperdiciarlo por completo.