Mascotas

Ramona Stone, la gata negra dueña de mi apartamento de 50 metros cuadrados es un ser viviente particular. La adopté en un refugio al filo del 31 de diciembre del 2019, después de buscar y buscar una gata negra. 

Desde ese momento que llegó a mi vida creo que podría contar con los dedos de las manos las veces que ha salido del condominio. Por lo general lo ha hecho en un portador para ir al veterinario, sus maullidos convierten mi carro en una especie de ambulancia sin ningún tipo de emergencia durante todo el camino.

Convivo (antes escribí “tengo” pero me corregí para no ser tan ingenua de establecer un vínculo posesivo con Ramona) con una gata que fue rescatada de la calle pero que no la soporta. Imagino teorías sobre qué le habrá pasado esos tres meses que sobrevivió antes de llegar a ese refugio y luego a mi apartamento. Ninguna debe ser anormal para lo normal de un felino que nace por ahí en este mundo. 

Como no salía, echó panza. Porque además duerme 20 horas y su actividad física se limita a mirar por la ventana 1 hora, mirarme a mí 3 segundos, comer, merodear, romper los sillones y demás ocupaciones de bajo impacto que completan las 24 horas del día. 

Con el objetivo de que baje la panza he implementado varias estrategias para se mueva más, todas recomendadas por el veterinario. Por ejemplo, intenté sacarla a caminar con correa pero los maullidos eran equivalentes a una tortura, así que lo descarté. Después llegaron algunos juegos interactivos que por supuesto me involucran, como corretearla por el apartamento, pero se emociona unos segundos y luego me ignora. 

Lo más efectivo hasta el momento ha sido ponerle la comida en la repisa más alta de la biblioteca. Brinca varias veces al día para treparse a comer, incluso disfruta esa vista panorámica que la convierte en la reina imperial del A214. Fue con esto que bajó el kilo de más de forma exitosa. 

Hoy estoy saliendo de viaje por unos días. Al despedirme de Ramona no hubo respuesta, se quedó escondida debajo de un mueble porque la puerta estaba abierta y entraba el aire de lo desconocido. 

Antes de partir, llené su plato de comida, dejé unos trozos de atún fresco en otro plato y encendí la última adquisición para estimular su instinto de cazadora y procurarle actividad física: una bola que palpita en tres colores y velocidades con un cordón rojo atado a una pieza que le permite cambiar de dirección o detenerse mientras recorre el apartamento. 

Ahora también convivo con un ratón electrónico.