Ayer me hiciste llorar. Y claro, te lo dije, a mi me parece que los padres son valientes (o inconscientes, depende del lado del que se le vea) porque andan por el mundo con uno o varios nervios expuestos, la parte más delicada de si mismos caminando por ahí en el mundo, las posibilidades de protegerlas una ilusión absurda. Si yo siento algo intenso y vertiginoso por ellas, que no son mías, no me explico cómo podés vivir.
Mi casa en San Francisco tiene aproximadamente 110 años. Está toda torcida, y el piso de la parte de atrás tiene una gradiente imposible de ignorar, que hace que todo lo que cae al piso ruede hacia un vértice en una esquina. Por lo demás todas las puertas están medio chuecas entre sus marcos torcidos, las paredes tienen grietas de los terremotos de más de un siglo, y dentro de la casa llueve constantemente un polvo, posiblemente tóxico, que se acumula en todas partes con los pelos del perro. Cada vez que regreso tengo que limpiar, como si los fantasmas hubieran ensuciado. Así que hoy estoy aquí con la aspiradora, luchando contra la entropía.
Me acabo de asomar por la ventana y hay un vecino muy bien vestido (camisa celeste de botones, faja, pantalón khaki, zapatos de vestir) subido en el techo de su casa. Parado ahí no más. Me imagino que está inspeccionando de primera mano alguna gotera, porque ha llovido tanto que no hay sello de silicón que lo soporte. Ahí se queda un rato viendo para la bahía, con algo de impotencia. Después con mucho cuidado se baja por la escalera que puso contra la pared.
Los horrores llegan todos los días, todo el día, como un torrente. Pero esto va a ser tan largo, tan doloroso, que voy a tratar de no exponerme a la marea tormentosa del fascismo. Me limito a leer noticias y redes sociales una o dos veces al día. No va a pasar nada a lo que yo pueda reaccionar al minuto, y si pasa lo que espero es un golpe en la puerta, no un aviso del new york times.